martes, 14 de mayo de 2013



UNA HISTORIA REAL


Atardecer  de Enero en Sanlúcar.



La vi sentada a los pies de mi cama. Yo tenía los ojos casi pegados por el duermevela del temprano despertar. Y allí estaba. No sabría decir cómo era su ropa porque  la envolvía esa bruma que tenemos en la vista los miopes.

La tía Agustina tuvo toda su vida una salud frágil. El asma bronquial que padecía la dejaba exhausta; al menor esfuerzo se quedaba sin respiración, con los labios lívidos pero sonrientes. Siempre fue alegre y sus ganas de vivir,  inmensas. El tío Ramón, su marido, la complacía en todo y se avenía siempre a sus deseos. A pesar de la diferencia física, ella era la persona dominante, quién lo arrastraba  a las alegres correrías que organizaba.

No tuvo hijos y los sobrinos fuimos su debilidad. En mi adolescencia no la entendí demasiado, pero en los últimos años de su vida fue un gran sostén para mí.

La acompañé mucho tiempo entre  médicos y hospitales. En las prolongadas  temporadas que pasaba en cama  teníamos largas charlas, fui su confidente en sus últimos años y aprendí a conocerla y quererla más.

            El día antes de morir, el médico dijo que se encontraba fuera de peligro y que la pasarían a planta. Durante la breve visita que nos permitían hacerle  estuvo dando un repaso a los asuntos que le preocupaban.

-La casa está perfecta ¿verdad? Los techos en condiciones y las puertas del cierro reparadas para que no entre  la lluvia.
-Ahora no te preocupes  de eso, todo está correcto  –contesté.
-El testamento y las escrituras están también en orden, ¿no? –preguntó.
-¡Que sí! - respondí–, que todo está arreglado y conforme  tú lo querías.
-¿Y el tito?
-Está bien, pero te echa de menos.
-Sí, está muy acostumbrado a estar siempre a mi lado, nunca se ha separado de mí. Sólo queda una cosa por solucionar…
-Pero también se resolverá pronto, ya lo verás -intenté tranquilizarla- Ahora descansa y duerme un poco hasta que vuelva luego.
Aquella noche empeoró y entró en coma. Unas  horas después había fallecido.

Meses más tarde la vi sentada a los pies de mi cama. Me incorporé pero no hice ningún gesto para tocarla, no hacía falta, me bastaba su presencia.
-¿Ya está todo resuelto?  -me preguntó.
-¡Claro! Tal cómo te prometí, puedes estar tranquila. –le contesté.
-Sabía que podía confiar en ti.
Quise continuar la conversación pero se fue sin decir adiós. La luz del día entraba por el balcón y mis ojos ya podían distinguir  con nitidez los objetos del dormitorio.

No lo soñé, la tía Agustina me visitó después de morir.
Lo que todavía no sé es como hizo para subir las escaleras sin asfixiarse.

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